Veterodoxia – Pepe Rey

El misterio de las apariciones en la Complutense

La aparición

En la editorial Visor ha aparecido hace unos meses el volumen Cultura oral, visual y escrita en la España de los Siglos de Oro. Se recogen en él las conferencias –ponencias, clases o como quiera que se llamen– impartidas durante el II Seminario del GLESOC (Grupo Literatura Española de los Siglos de Oro de la Universidad Complutense de Madrid), que tuvo lugar los días 26 y 27 de octubre de 2009.

Uno de los trabajos publicados se debe al profesor de la Complutense Víctor Infantes: “Un ejemplo áureo de la escritura gráfica de la oralidad. Proverbios en imágenes, refranes en acción” (pp. 331-365). Se trata de un artículo lleno de erudición, como corresponde a y es habitual en los escritos de su autor. Si se me permite un escuetísimo resumen para el lector que no lo haya leído todavía, diré simplemente que el artículo se centra –o se explaya– en el estudio de un grabado titulado Proverbii impreso por Adrianus Hubertus sin atribución de autor, lugar ni fecha. Al final del artículo Víctor Infantes añade una Addenda (auto)justificativa, en la que intenta ampliar o completar algunos aspectos insuficientemente aclarados en la exposición oral y, por ende, en el artículo impreso:

Como hemos indicado ya en su lugar, dos cuestiones quedaban pendientes de alfileres bibliográficos: su posible autor, italiano desde luego, pero sin nombre al que aferrarse, y la relativa extrañeza de ser Amberes el lugar de la edición.

Cito al completo sin cambiar ni una coma el pasaje que motiva este comentario :

En bibliografía, literatura e iconografía nunca puede darse por terminada completamente una investigación, a lo más, salvar (afianzando) un peldaño que otros muy probablemente superarán y, sobre todo, admitir que esta tarea es así y forma parte del juego de la indagación constante del trabajo de entender nuestro pasado cultural. En este caso se cumplió una inexorable fatalidad –también nominada modernamente “Ley de Murphy”–, pues al poco de leer el trabajo, y sin abandonar nunca la búsqueda, apareció el posible autor de la obra y el original impreso de nuestros Proverbii: Niccolò Nelli y Venecia, 1564. Teníamos, entonces, dos opciones: rehacer toda la exposición o agregar esta addenda con tintes de confesión y (auto)disculpa. Lo ya expuesto en público nos obligaba a ser consecuentes y, por demás, los hechos se han producido tal y como se están contando, reconocerlos nos parece la mejor manera de entender los complicados mecanismos de la investigación, que recordamos –por moverse en terrenos interdisciplinares europeos– siempre fue ciertamente incómoda.

A cualquier lector medianamente introducido en mundillos investigativos no dejarán de sorprenderle algunas expresiones contenidas en la cita, más por lo que no se dice que por lo que se declara. En primer lugar resulta innecesario, por obvio, recordar el carácter colectivo y provisional de cualquier trabajo de investigación “que otros muy probablemente superarán”, si no es para señalar de inmediato a esos otros que, efectivamente, han superado el alegórico peldaño de referencia, cosa que no ocurre en este caso o, al menos, no lo parece ni se dice. Según cuenta el profesor Infantes apoyándose en una (auto)proclamada veracidad –“los hechos se han producido tal y como se están contando”–, al poco de dar la conferencia, encontró el dato que le faltaba. Bendita fatalidad, impropiamente calificada como “ley de Murphy” (recuérdese: ‘si algo puede ir a peor, necesariamente irá a peor’, exactamente lo contrario de lo ocurrido en este caso). Habría bastado con añadir los nuevos datos como post-data y dar por zanjado felizmente el asunto. Y aquí paz y después gloria. Quizá se precipitó un poco el autor al querer jugar una partida para la que le faltaban fichas importantes, pero ¿cuántos millones de artículos importantísimos se han publicado en la historia de la investigación, que dejaban incógnitas sin resolver? Eso no es grave y nadie le podría acusar nunca por ello de falta de pericia o de honradez. Entonces, ¿a santo de qué viene ese tono general de (auto)disculpa? Puesto que entre proverbios andamos, insinuaré uno latino: (auto)justificatio non petita

El mayor intríngulis de la cita que he reproducido –el busilis, que se decía en otros tiempos más enlatinados– está hacia la mitad de la misma: “…al poco de leer el trabajo, y sin abandonar nunca la búsqueda, apareció el posible autor de la obra y el original impreso…”. ¡Apareció el autor!… ¡Qué expresión tan gráfica y tan evocadora de etéreos mundos de religión y fantasía! O sea, el autor se presentó de pronto, ¡zas!, de modo tan milagroso como la virgen de Lourdes o quizá como la mismísima del Pilar de Zaragoza, que vino en carne mortal, como de todos es conocido. No quisiera que la cosa sonase a chunga o pitorreo por mi parte. Al contrario, el asunto es bastante serio, porque, si en la Universidad Complutense (no en la Pontificia de Comillas) los objetos de una investigación se aparecen milagrosamente por su cuenta al sujeto investigador, habrá que empezar a replantearse muchos aspectos de la política I+D+I. Por ejemplo, convendrá colocar a un obispo o un doctor de la Iglesia en el ministerio del ramo. La frase del profesor Infantes, lejos de despejar (auto)justificativamente incógnitas, llena al lector de ansiosas y zozobrantes preguntas: ¿Dónde apareció el autor: en clase, en la biblioteca, en el despacho, en la capilla, en un contenedor de basura, en los lavabos de señora…? ¿Cuándo apareció: en la oscuridad de la noche, a plena luz del día, durante el fin de semana, en medio de la defensa de una tesis…? ¿Cómo apareció: exabrúpticamente y con acompañamiento de rayos y truenos al estilo antiguo, de forma discreta como una sombra proyectada en el encerado, en la rama de algún árbol del jardín, quizás en forma informe de secreción viscosa colgando de algún aparato de aire acondicionado…? Pero, tratándose de algo tan inusual y maravilloso, ¿cómo es que el profesor Infantes no detalla y desmenuza tal acontecimiento, sino que pasa de largo y vuelve a explayarse y a explayarnos con otra dosis de erudición? No tengo nada contra la erudición, faltaría más, pero dese a cada cosa el espacio que se merece y los hechos extraordinarios siempre estarán por delante de las rutinas y miserias de la vida cotidiana del trabajo investigador. En fin, he aquí una muestra más, por si hiciera falta, de hasta dónde se ha perdido la jerarquía de valores en la comunidad científica del siglo XXI. En la vieja Universidad Complutense que yo conocí un hecho de tal calibre se habría celebrado con procesiones y/o manifestaciones a lo largo y ancho del campus, quizá finalizadas drásticamente por dispersión o (auto)disolución provocada por los efectivos de la Policía Armada, los populares grises, a caballo con porras, megáfonos y manguerazos. Pudiera ser que algunos esforzados alumnos decidieran encerrarse en la cafetería de Filosofía A –con o sin porros– esperando la aparición de más apariciones, porque en asuntos de milagros nunca se sabe el día ni la hora y, en una de estas, en las mismas coordenadas taumatúrgicas en que ha aparecido el autor de un grabado, puede aparecer el rey don Sebastián o el mismísimo Elvis Presley y conviene estar siempre preparados como las vírgenes sabias. Misterio, misterio / jesuita en adulterio… era una de las canciones que entonábamos en aquellos viejos tiempos. A Veterodoxia le encanta revelar misterios y no se arredra ante ninguno, aunque los haya que presenten serias resistencias para su desvelamiento. Intentémoslo con el que ya puede llamarse “El misterio de las apariciones en la Complu”.

La ex–plicación

Ya había caído del todo la otoñal tarde del 27 de octubre de 2009 cuando el profesor Víctor Infantes acabó su disertación en el seminario del GLESOC. En el aire quedaban flotando algunas preguntas; sobre todas, una: ¿Quién podría ser el autor del grabado que había centrado la atención de hablante y oyentes durante la última media hora?

Meditando en tan grave asunto, salí de la facultad y me dejé envolver por el melancólico ambiente de la Avenida Complutense, cargado de nostalgias de otros tiempos: las hojas amarillentas, los muchachos y muchachas volviendo a casa después de las clases…A la altura de Medicina me sumergí en el metro y no mucho tiempo después llegaba a mi casa. Encendí el ordenador y, antes incluso de revisar el correo, abrí el navegador y tecleé en la casilla de búsquedas de Google: proverbii. Como cabía esperar, Google respondió al instante con una catarata de enlaces. Revisé algunos un poco por encima y comprobé que nada tenían que ver con el grabado en cuestión, así que cambié la estrategia de búsqueda e hice la consulta en Google-Imágenes. La respuesta fue igualmente inmediata, pero esta vez el resultado se mostró más explícito: entre las imágenes que aparecieron en la pantalla, una de las primeras recordaba mucho al grabado de aquella tarde:

http://www.artnet.com/artists/nicol%C3%B3-nelli/past-auction-results

que enlazaba con

http://www.artnet.com/artists/lotdetailpage.aspx?lot_id=2BBF35BAA5033BD3

Allí aparecían los datos identificativos de la obra de modo claro y distinto, como le gustaba a Renato Descartes:

Artist   Nicoló Nelli
Title   Proverbii
Medium   Engraving
Size   15.2 x 20.3 in. / 38.7 x 51.5 cm.
Year   1564

Misterio resuelto. Había transcurrido menos de un minuto. A partir de estos nuevos datos efectué diversas búsquedas que me condujeron a la universidad de Texas

http://128.83.148.234/graphics/Box%2017/A_GEN_VARI_391%2849%29.jpg

y a varios libros con información específica sobre el grabado o sobre el autor.

Supuse de inmediato que al profesor Infantes le interesaría conocer estos nuevos datos pero, como no tenía modo de comunicar con él, escribí esa misma noche a la secretaría del departamento solicitando una dirección de correo. La respuesta tardó un par de días, pero finalmente recibí un mensaje del profesor invitándome a escribirle.

Asunto:       Con(tacto)
Fecha:        Fri, 30 Oct 2009 12:03:14 +0100
De:             Víctor Infantes <xxx@xxx.com>
Para:          <pepexxx@xxx.com>

[Dice que me envía su dirección eléctrica, resguardada de la legión de alumnos, pero nunca secreta, y se despide con un abrazo.]

Este fue el mensaje que le envié (suprimo algunos párrafos que no vienen a cuento ahora):

Fecha: Fri, 30 Oct 2009 14:57:41 +0100
De:    Pepe Rey <xxx@xxx.com>
Para: Víctor Infantes <xxx@xxx.com>

Gracias por la confianza, profesor Infantes.
Enhorabuena por su clase del otro día, que seguí con atención. Me quedé con la intriga acerca de la autoría del grabado y cuando estuve frente al ordenata hice algunas indagaciones. Lo primero que me salió fue la página de Artnet,
http://www.artnet.com/Artists/LotDetailPage.aspx?lot_id=2BBF35BAA5033BD3
con otra versión del grabado. A primera vista y aunque la escasa calidad de la reproducción no permite ni siquiera ver el idioma del texto, se perciben dos diferencias notables: las filas segunda y tercera aparecen intercambiadas y todo el grabado está colocado en espejo. Esto último indica que se trata de planchas distintas, una de las cuales está dibujada a la vista de la anterior. Como usted apuntaba, se trata de un autor italiano.
En fin, lo interesante es, sobre todo, el nombre del primer grabador y la fecha de la que debe de ser la primera edición. Esto último estaría confirmado por el «Manuel de l’amateur d’Estampes» (1857), de M. Ch. Le Blanc, vol. 9, p. 96, consultable en los Google Books.
En la red aparecen referencias a otras ediciones venecianas  más próximas a la de Amberes, pero ya usted tendrá sobrados medios para ampliar información.
En fin, espero haberle sido de alguna utilidad.
Un abrazo
Pepe Rey

Al día siguiente recibí la cordial respuesta:

Fecha: Sat, 31 Oct 2009 11:23:16 +0100
De:    Víctor Infantes <xxx@xxx.com>
Para: Pepe Rey <xxx@xxx.com>

[Dice que le ha impresionado el mensaje, porque le desvela una pista seguida infructuosamente durante el verano y que solo se le reveló días antes del seminario, pero prefirió dejarla en suspenso hasta rematarla por falta de datos y documentos. Manifiesta que quiere hablar conmigo y me da su número de teléfono. Finalmente afirma que tiene una deuda de gratitud que pagará.]

Mantuvimos la mencionada conversación telefónica en la que, entre otras cosas, el profesor Infantes prometió enviarme por navidad un regalo (que , por desgracia, debió de extraviarse en el correo). Posteriormente hemos intercambiado otros mensajes sin ninguna incidencia en este asunto.

La des-aparición

Hasta hace tres días, que me enteré de que en 2010 se habían publicado las conferencias del seminario del GLESOC, compré el volumen, leí el artículo y a la vista de lo leído –o, más precisamente, de lo no-leído– decidí escribir de nuevo al Sr. Infantes.

Asunto:       Por ausencia
Fecha:        Thu, 10 Mar 2011 20:54:05 +0100
De:              Pepe Rey <xxx@xxx.com>
Para:          Víctor Infantes <xxx@xxx.com>

Estimado Sr. Infantes:
He leído su artículo «Un ejemplo áureo de la escritura…» con la correspondiente Addenda y echo en falta algo. ¿Debo decirle qué?
Saludos
Pepe Rey, B. S.

Al muy poco rato recibí respuesta:

Asunto:       RE: Por ausencia
Fecha:        Thu, 10 Mar 2011 21:32:19 +0100
De:             Víctor Infantes <xxx@xxx.com>
Para:          Pepe Rey <xxx@xxx.com>

[Afirma saber a qué me refiero y reconoce que llevo toda la razón del mundo. Dice estar avergonzado, pero que es de los que cuando meten la pata piden perdón de corazón y en verdad. Añade que su única excusa, que en su opinión no lo es en absoluto, es que remató la Addenda en el Hospital con una nueva operación de la pierna y que, sinceramente, se le olvidó incluir el débito merecido. Piensa que no me servirá de consuelo, porque pensaré que lo hecho hecho está, pero cree haber encontrado la forma de reparar la deuda que tiene conmigo. Pide que le dé la oportunidad de hacerlo, aunque ello no justifique lo injustificable. Afirma que errar es de humanos, pero que tenga por seguro que me debe, en mucho, una grande. Finalmente pide de nuevo disculpas sinceras.]

Contesté de inmediato:

Asunto:       Re: Por ausencia
Fecha:        Thu, 10 Mar 2011 23:25:14 +0100
De:              Pepe Rey <xxx@xxx.com>
Para:          Víctor Infantes <xxx@xxx.com>

Sr. Infantes:
Por cortesía protocolaria acepto su petición de disculpas, aunque sé que desde Freud los olvidos pesan tanto como los recuerdos. No hay tal deuda o débito. Yo no vendo ni intercambio información; la regalo a quien le pueda ser útil y pienso seguir haciéndolo, porque me resulta muy gratificante.
Con todo, su proceder me ha suscitado algunas reflexiones. El primer deber de un ignorante como yo es aprender de las cosas de la vida para luego compartir con los demás lo aprendido. También me resulta gratificante y eso es lo que haré.
Saludos
Pepe Rey, B. S.

Al día siguiente recibí otro mensaje:

Asunto:       RE: Por ausencia
Fecha:        Fri, 11 Mar 2011 08:29:14 +0100
De:             Víctor Infantes <xxx@xxx.com>
Para:           Pepe Rey <xxx@xxx.com>

[Insiste en que su proceder en este caso no es ni ha sido nunca su norma en absoluto, sino que ha tenido un olvido que es, repite, injustificable. Añade que solo puede, de nuevo, pedir disculpas y finaliza afirmando que la reparación atrasada no es posible, sino solo la futura.]

Y he aquí mi respuesta:

Asunto:       Re: Por ausencia
Fecha:        Fri, 11 Mar 2011 08:48:25 +0100
De:              Pepe Rey <xxx@xxx.com>
Para:          Víctor Infantes <xxx@xxx.com>

Sr. Infantes:
Reitero que le acepto su petición de disculpas, aunque llega a toro pasado y con señalamiento previo, lo que la desvirtúa bastante. No obstante, ello no implica olvidar todo como si no hubiera existido. Antes al contrario, reflexiono sobre el asunto e intento aprender. Quizá usted, más sabio que yo, debería hacer algo parecido.
Saludos
Pepe Rey, B. S.

Hasta aquí lo que podría llamarse parte documental. Pero, antes de pasar al comentario del affaire y a la extracción de conclusiones, me interesa dejar bien claros algunos aspectos que podrían prestarse a confusión o malentendido.

1. Como he manifestado por escrito dos veces al profesor Infantes, acepto su petición de disculpas. Es decir, no lo considero culpable (¿de qué?) ni lo acuso ni lo denuncio. Yo le regalé una información que, por lo demás, me había costado bien poco conseguir. Con los regalos uno hace lo que quiere, sin tener que rendir cuentas al donante. Allá cada cual con sus costumbres. Para que se entienda más claro: en ningún momento, ni tampoco lo hago ahora, le he exigido, sugerido o pedido que me cite. Parece que él da por supuesto que debería haberlo hecho, pero yo nunca he dicho ni insinuado tal cosa. En todo caso debería citar y agradecer a Google los servicios prestados. Mi papel en esta historia es insignificante. O sea: lo disculpo cortésmente porque me pide que lo disculpe, aunque yo no alcance a saber exactamente cuál sea la culpa de la que quiere que lo disculpe. Se trata de un genuino ‘caso de conciencia’, como el de Micifuz y Zapirón.

2. Tampoco he pedido o sugerido en ningún momento al profesor Infantes correspondencia o gratificación alguna. Es él quien en todos los mensajes escritos u orales ha insistido e insiste en enviarme regalos para saldar supuestas deudas de gratitud o de reparación. Por mi parte le eximo gustoso de tales obligaciones que él mismo se ha (auto)impuesto. Nunca me ha regalado nada y ahora sería preferible que se abstuviera de hacerlo. Por decirlo con frase laocoontiana: Timeo danaos et dona ferentes.

3. Puede a alguien parecer contradictorio que por una parte acepte –por cortesía– la petición de disculpas del profesor Infantes y por otra haga públicos todos los datos del asunto, que quizá no lo dejen en muy buen lugar. No hay tal contradicción. Lo diré con frase proverbial y tópica: lo cortés no quita lo veraz. La narración del profesor Infantes ha omitido algunos detalles que revisten cierta importancia en el desarrollo de la historieta. Aunque él mismo califica el hecho como ‘olvido injustificable’, me pide disculpas y yo se las concedo. Pero inmediatamente llevo a cabo la necesaria tarea de completar los datos que faltan en la narración. Como dicen los leguleyos, no me mueve el animus iniuriandi, sino el animus narrandi vel informandi. Se trata de hechos que solo conocemos él y yo. Él ha decidido –de modo consciente o subconsciente– que no los cuenta. Es muy libre de hacerlo y no lo culpo. Pero con el mismo derecho y con toda la obligación yo decido que sí los cuento. Suum cuique y que cada palo aguante su vela. No creo tener que pedir disculpas por contar una historia verdadera.

Con todo, la razón fundamental para haber decidido publicar esta entrada en Veterodoxia ha sido que me permite extraer una moraleja que va más allá de la nimiedad del hecho.

La reflexión

Cuando vi que bastaba una simple consulta en Google para descubrir la autoría del grabado, pensé: “Qué raro. ¿Será que este señor no ha hecho una operación tan sencilla, la primera que haría cualquier aprendiz de internauta?” Más tarde, en el primer e-milio del profesor Infantes hubo un detalle que me pareció significativo: “Aquí te va mi dirección eléctrica, resguardada de la legión de alumnos…” ¿Qué razones puede tener un profesor actualmente para resguardar de los alumnos su e-dirección? Aun a riesgo de precipitarme en mi juicio, esos dos simples detalles me inclinan a pensar que el Sr. Infantes pertenece a un modelo de profesor ya periclitado: el que todavía no se ha dado cuenta de que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad y de que los trabajos docente e investigador han cambiado mucho de un tiempo a esta parte. (Por lo que he sabido después, en su mismo departamento hay casos aún peores que, incluso, necesitan de secretario/a para contestar su e-correo). El correo electrónico es una herramienta valiosísima y conozco algunos profesores que utilizan esa posibilidad de contacto colectivo y personal con su ‘legión’ de alumnos de un modo altamente beneficioso para todos. Y por otra parte, la posibilidad de acceso a fuentes, bases de datos, bibliotecas virtuales, repertorios de imágenes, etc. a través de Internet es un hecho tan evidente y archiconocido, que no me molestaré en dedicarle ni una línea más. Colocarse de espaldas a estas dos realidades es una opción que cualquiera puede tomar y ser muy feliz, pero si se dedica a la enseñanza y la investigación en literatura y humanidades, me temo que corre el riesgo de perder muchas posibilidades de conocimiento, además de quedarse cada vez más encerrado en su rincón.

Si en lugar de haber ocurrido la anécdota aquí narrada en octubre de 2009, lo hubiera sido un año más tarde, seguramente el enigma habría quedado resuelto  en vivo y en directo durante la conferencia misma o en el turno de preguntas, poniendo discretamente a funcionar el iPad. Imagínese el lector la escena: un alumno oyente  -ni siquiera oficial- resolviendo sobre la marcha el problema central planteado por el experto conferenciante. La situación raya en lo ridículo, pero es un riesgo que corren cada día más los docentes que no quieren darse por enterados de lo rápido que marchan estos procesos de cambio y se niegan a aprender lo necesario para el manejo de las nuevas herramientas. Su ‘viejo’ saber y su experiencia verían multiplicada la efectividad con un pequeño esfuerzo de puesta al día, pero su negativa a ello produce el efecto contrario.

Las posibilidades de información y de comunicación que ofrece Internet no caminan solo en la dirección que va desde la colectividad al individuo-receptor de información, de modo que este puede acceder con facilidad e inmediatez a muchas fuentes que antes eran de difícil consulta y, por tanto, solo estaban disponibles para unos pocos. Eso es maravilloso, pero no lo es menos el fenómeno inverso: la posibilidad que Internet ofrece al individuo de emitir mensajes que, con idéntica facilidad e inmediatez, lleguen a todo el mundo y esta expresión “todo el mundo” es cada vez menos metafórica y más literal. Me ceñiré al casi insignificante suceso que nos ocupa ahora. A la conferencia del profesor Infantes asistimos menos de un centenar de personas. Desconozco cuál haya podido ser la tirada del volumen impreso que la incluye junto con su “addenda (auto)justificativa”; pongamos (generosamente) que un par de miles de ejemplares, que se irán vendiendo a cuentagotas durante varios años y muchos de los cuales dormirán un largo sueño en los anaqueles de las bibliotecas universitarias antes de que algún lector los consulte. La diferencia y el contraste son notables en comparación con la difusión que alcanzará este comentario veterodóxico en los próximos días y semanas: con casi total seguridad lo consultarán varios miles de lectores, entre los que estarán, sobre todo, los que se dedican a asuntos filológicos y literarios. Baso la previsión en los resultados obtenidos por entradas que guardan cierta semejanza (ver Conservatorio busca musicólogo, donde se publican las estadísticas de visitas) y que han recibido en los últimos tiempos un sorprendente e insospechable número de consultas. Dejo a los expertos en teoría de la comunicación la exposición de las razones por las que se producen estos fenómenos en la red, pero, aun sin saber los porqués, no se pueden ignorar y será peligrosamente cegato quien no los tome en consideración. No se me ocurre en absoluto negar o poner en cuestión el valor del libro impreso –o de su variante electrónica de pago, que es más de lo mismo–. No podría, porque por edad y por educación soy un perverso bibliófago. Solo quiero señalar, para quienes no se hayan dado cuenta de ello todavía, que ahora existen otras formas de difusión distintas de las tradicionales y que en principio no van contra estas, sino que las complementan, aunque en algunos casos también puedan llegar a sustituirlas.

La democratización que Internet está llevando al mundo de la información científica presenta un aspecto potencialmente subversivo o subvertidor del statu quo. En el sistema tradicional –todavía vigente, no nos engañemos– el jerarquizado estamento de profesores universitarios domina y controla los flujos de información: deciden las publicaciones de la universidad, están en los consejos de las revistas científicas, organizan los congresos, dirigen o asesoran a las editoriales privadas, controlan las becas de las fundaciones, se sientan en los jurados que conceden premios, etc. Perfecto. Es lo lógico, puesto que se supone que ellos son los expertos supremos, los más sabios, aunque cada día se oyen más voces que denuncian nepotismos, amiguismos, clientelismos y otras lacras que, cuando menos, ponen en cuestión el sistema y exigen reformas. Ni entro ni salgo en semejante asunto; solo me hago eco de lo que oigo a los implicados en él. Pero las posibilidades de emisión de mensajes que Internet proporciona a cualquier individuo –al margen de que pertenezca o no al estamento profesoral universitario o del rango que ostente en el mismo– rompen un tanto el cerrado y controlado círculo o, al menos, abren portillos para que se difundan informaciones que escapan a ese control. Más aún, esas informaciones fuera-de-control pueden ser directamente contrarias al poder constituido y derrumbar como castillo de naipes algunas fortalezas aparentemente bien asentadas. En el mundillo filológico español está bastante reciente una denuncia de plagio difundida por Internet como la pólvora con resultados inmediatos. Quienes se sientan en poltronas y reparten prebendas y beneficios deben tener en cuenta más cada día que las cosas que antes se hacían y decidían en conciliábulos y a la sombra pueden ahora alcanzar de pronto una difusión insospechada. También esto es maravilloso. Hay en todo ello algo de carnavalesco, de inversión de posiciones según aquel viejo cantar: Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles. Veterodoxia, como su nombre insinúa, no puede por menos que apuntarse de corazón a este nuevo funcionamiento y criticar a quienes se aferran a las caenas del antiguo régimen. Allá ellos y con su pan se lo coman.

Hasta aquí mi sencilla reflexión, muy poco original, por cierto, pero que me ha parecido necesaria en este momento. Dejo al lector que, si le apetece, continúe extrayendo consecuencias de la nimiedad del caso presente. Solo añadiré una apostilla final: El profesor Infantes no debe preocuparse por hacer una “reparación futura” de su “olvido injustificable”. El humilde taller de reparaciones de Veterodoxia ya se ocupa por su cuenta de restañar la chapa y repasar la pintura que pudiera haber quedado dañada.

Pepe Rey, B. S.

13 de marzo de 2011





4 Comentarios

  1. Una historieta muy interesante… ¡y con moraleja! Una vez más Veterodoxia nos sorprende (y entretiene) con «narraciones» que, más allá de la anécdota, nos abren los ojos ante el mundo académico (?) que nos rodea. Gracias Pepe.

    Comentario por Jordi — 15 de marzo de 2011 @ 16:43

  2. Interesantes «apariciones». El mundo está lleno de «Olvidos» y no solo en el mundo académico, sino en el cotidiano día a día. Como es habitual, Pepe no deja de sorprendernos. Grazie mille

    Comentario por Juan — 9 de abril de 2011 @ 18:14

  3. Pepe, bien sabes la de «parlanchines» que se lo montan en la «cultura» oficial sin tener ni la categoría personal, ni menos profesional, que se debería exigir a quien cobra del contribuyente.

    Comentario por Gure — 27 de abril de 2011 @ 17:49

  4. Pues yo a algunos profesores universitarios analógicos les estoy muy agradecido. En la Facultad de Letras de Murcia había uno que llevaba veinte o treinta años dando los mismos apuntes arguyendo esta razón: «por respeto a mis antiguos alumnos.» Gente así me quitó las ganas de leer. Me decidí a tocar el cuerno, que entonces no merecía otro nombre. Poco después, alguien entrañable le preguntó a un amigo mío: «¿Sigue tocando Ese la corneta?» «Corregida y aumentada», respondió el amigo. Quería decir, con lo de «corregida», que ahora yo recibía clases de un maestro muy competente, nada menos que Jean Pierre Canihac, y con lo de «aumentada», que ya no tocaba el cornettino. No debió de parecerle mal la respuesta porque, poco después, el susodicho demandante me llamó a Madrid para tocar con su grupo, el SEMA. Yo no sabía entonces tocar la corneta pero Pepe Rey fue uno de los primeros en España en creer en los ministriles. Se empeñó en tener ministriles en el SEMA. A día de hoy, hay que reconocer que nuestro grupo, Ministriles de Marsias, no sería lo que es sin el SEMA, y yo menos. Pepe, con su llamada, me sacó de mi pueblo, donde mis padres estaban un poco perplejos -por no decir más- ante el niño al que le habían comprado tantos libros para que después le diera el caprichito de tocar un cuerno que sonaba a rayos. «Ay, betoben, que te vas a morir de hambre», me advertía mi madre. Así lo decía (no Beethoven), mientras hacía un gesto con la nariz, como si oliera mal. Y además, en Madrid, eso también se lo debo al SEMA, conocí a una chica muy guapa y muy amante de la literatura (elemental: era de ciencias). Ella me hablaba de los libros que bebía y vivía. Y así yo volví a leer. En nuestros discos «Invenciones de glosas», sobre Antonio de Cabezón, y «Trazos de los ministriles» he escrito extensas notas y en ambas cito a Pepe Rey, no sólo a modo de agradecimiento, sino porque me es casi imposible hablar de mi mundo musical en torno a ese instrumento maravilloso que es la corneta y al sonido hondo e intenso de nuestros ministriles, sin que salga a relucir algo o mucho de lo que Pepe nos ha dado, nos ha enseñado. Antes, más modestamente, escribía las notas al programa que estaba haciendo el grupo. Mi hermano (de hermandad) Fernando Sánchez, el bajonista de Ministriles de Marsias, alucinaba: «¿Cómo alguien tan ceporro como Paco Rubio puede saber tanto?», se preguntaba con razón. Y no sabía Fernando que todo me lo soplaba Pepe Rey.

    Comentario por paco — 5 de mayo de 2011 @ 21:15

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