Veterodoxia – Pepe Rey

Las puertas de la música

PORTAE MUSICAE

(Scherzo, 33, abril-1989, 82-55)

Entrada y tema

—Tam, tam.

Transcurrió una pausa, que sería de semínima, pero que a mí se me antojó de varios longos.

—¿Quién va?— sonó su voz, se diría que en el cuarto modo, que es el más inquisitivo.

—Soy yo, Antoñico, el ciego.

—¿Venís solo o hay alguien más?

Ya me empezaba a escamar tanta insistencia en que viniera solo. Si siempre iba solo a todas partes.

—Solo— repuse — creo.

Entonces abrió la puerta. Verdad es que sólo abrió una hoja, que yo grueso no era a la sazón y con una bastara y aun sobrara. La única vez que recuerdo que se abriera de par en par aquella puerta fue cuando hubo que sacar su ataúd. Pero eso es otra parte de la historia, que contaré en otra ocasión, si la tengo de ello. En aquella tarde calurosa ella solamente abrió una, como digo, pero pues que vuestro ritual concurrente parece exigirlo, lo diré en sus justos términos: en aquel momento se abrieron para mí las puertas de la Música.

Tiento y diferencias

Por el mes era de junio del año del Señor de 1527, la víspera de la fiesta del Corpus Christi. Iba para dos meses que mi maestro, miçer Tomás Gómez, partiera para Sigüenza a unas oposiciones a organista de la catedral. Siempre fue viajero, ansioso de ver mundo y conocer novedades. Cuando joven, recorrió Italia, de donde trujo el tratamiento que –no sin cierta retranca– todos le dábamos, y una hermosa mujer de Milán, Isabella, a la que llamábamos la Música, no sólo porque fuera mujer del músico organista de la iglesia mayor de Castrogeriz, sino porque cantaba, tañía varios instrumentos y aun pasaba por entendida en este arte.

Y a propósito. Menuda zarabanda se organizó el día que el cabildo descubrió que a veces sustituía a miçer Tomás en el órgano. Resulta que para subir al coro no es preciso pasar por el interior del templo, sino que se puede entrar directamente por la puerta de la torre. Miçer Tomás se iba a pescar de buena mañana y, si no estaba de vuelta a la hora de la misa mayor, Isabella lo sustituía a escondidas. Cierto día el deán, atónito, escuchó en el órgano durante el ofertorio una canción, el Ruggiero, muy de moda en el pueblo por haberla propagado tiempo atrás unos cómicos. Iracundo, mandó al sacristán mayor que fuera al coro para que el organista mudase el tono. El sacristán subió y halló lo que no pensara. De nada valió que después miçer Tomás arguyera con Santa Cecilia y todos los querubines cantores de la corte celestial. Mulieres in ecclesia taceant, sentenció el deán El cabildo lo hubiera despedido, de no ser porque no había sustituto posible.

A quien sí despidieron fue a mí, que estaba presente, porque era el que entonaba los fuelles. A mí sí me podían sustituir. El deán me dijo que no por ciego, mas por mudo, recibía el castigo. Así dejé de ganarme los únicos reales que hasta entonces me habían hecho sentirme tan mozo como el que más. En desagravio, miçer Tomás se ofreció a enseñarme a hacer sonar los órganos no por los fuelles, como hasta entonces, sino por las teclas.

Como me sabía de corrido todo el repertorio de organista por haberlo escuchado diariamente no sólo en Castrogeriz, sino en los años que pasé de cantorcico en Palencia, me bastó con aprender a poner las manos para hacer casi igual que miçer Tomás, lo cual, según que agora me doy cuenta, no era ningún prodigio. De este modo, cuando el inquieto organista solicitó licencia para ausentarse por causa de las oposiciones, no fue difícil convencer al cabildo de mi capacidad para la sustitución temporal, tras una prueba de suficiencia.

Al bajar del coro cierto día tras ejercer de suplente, una mano que yo no conocía cogió la mía. Era la Música.

—Cada día tañéis mejor el órgano, Antonio.

—Señora— repuse —, malo fuera que lo tañese peor.

—Bromista os noto, en verdad. Pero, decidme, ¿cómo practicáis?

Su mano, mientras, estaba intentando decirme algo que yo no entendía. Claro que entonces yo no sabía tanto de manos como agora.

—Pues practico en silencio con el órgano, salvo cuando encuentro alguien que quiera dar un rato a los fuelles.

—¿Por qué no venís a casa a tañer el monacordio, que os será de más provecho?

Empecé a entender lo que su mano me quería decir, aunque no quise creérmelo.

—Señora,— respondí un poco nervioso —no quisiera que estando fuera vuestro marido…

Su risa fue natural, nada nerviosa.

—Mi marido me ha escrito para decirme que, al no conseguir la plaza de Sigüenza, va a probar suerte en Pastrana, que ha vacado. También me pregunta encarecidamente por vos y por vuestros adelantos. Dice que podríais practicar en nuestro monacordio para provecho vuestro y del instrumento, aunque yo procuro mantenerlo a punto.

—Siendo así, señora, decidme cuándo puedo ir a tañer el monacordio.

—A la tarde, antes de vísperas. O después, si lo preferís. Pero venid solo, que para practicar el instrumento toda compañía es ociosa y estorba más que ayuda.

Solo iba yo siempre por las callejas de Castrillo y aun por las de Castrojeriz, que me bastaba pisar una calle una vez para conocer su trazado y sus dificultades. Solo fui aquella tarde, víspera del Corpus, a casa de mi maestro con intención de preparar algo especial para la misa del día siguiente.

Después de la breve escena que he narrado al principio, ella tomó mi mano y tiró suavemente hacia adentro. Percibí a la vez el agradable frescor del zaguán y un aroma de tomillo y lavanda que me hicieron olvidar de inmediato el calor y la fetidez de las calles por las que había transitado.

—Sudoroso venís, Antonio. Hacedme merced de despojaros del jubón, que no es menester exceso de cortesía para trabajar.

Y, uniendo el gesto al vocablo, tiró de mi ropa, de la que me despojé gustoso. Yo permanecía junto a la puerta, envarado como gallo en corral ajeno, valga la expresión, que, aunque «gallina» suele decirse al apocado, a tanto no llegaba mi encogimiento. Ella tomó de nuevo mi mano y, como iniciando un paso de danza, bien que con los papeles cambiados, me condujo hacia la sala.

—¿Preferís tañer el monacordio o la spinetta?

—Señora, nunca tañí una espineta.

—Pues agora podréis, que de Milán la truje por ser mi instrumento preferido. Pero aguardad que os ponga un cojín en el asiento, porque estéis más cómodo.

Me ayudó a sentar. Coloqué las manos sobre el teclado y comencé a tañer una idea que había venido rumiando por el camino, muy apropiada para la fiesta del Corpus, sin fijarme casi en lo que tocaba, sino sólo en el sonido claro y dulce del instrumento.

—¿Queréis que cante?— me interrumpió, sin que llegase yo a entender por qué me interumpía de ese modo — … Es que habéis entonado un Pange lingua y pensé que le decíais a mi lengua que cantase.

Reímos los dos la agudeza. Me di cuenta de que para Isabella la música era como un continuo madrigal, siempre cargado de dobles sentidos. Paré el Pange lingua, dispuesto a jugar aquel juego.

—Que me place. ¿Qué queréis cantar?

—Aquello del caballero— dijo ella —que es de las canciones que más me gustan de Castilla.

Inicié entonces el tono, mientras cavilaba qué letrilla cantaría ella, si Dezilde al caballero, ¿Qué me queréis, caballero?, Cobarde caballero o cuál otra. Ella empezó con ésta:

—Queredme bien, caballero,
casada soy con quien no quiero.

Mentís —repuse yo, cantando al hilo de la canción.

Reímos nuevamente ambos, pero ella prosiguió con la glosa:

—Y, pues yo muero por vos,
querámonos bien los dos,
pues me dio un marido Dios
que me mata de grosero.
Casada soy con quien no quiero.

Mentís— volví a cantar yo.

Reímos de nuevo, aunque agora nuestras risas sonaron de otra forma. Ella inició otra glosa.

—A vos quiero yo querer,
que me sabréis conocer,
por no estar siempre en poder
de un hombre que tan mal quiero.
Casada soy con quien no quiero.

Esta vez ni yo respondí cantando ni reímos ninguno de los dos. Sobre nuestro silencio dejé que mis manos vagasen por las teclas, improvisando diferencias que se fueron diluyendo en un simple tentar el teclado. Isabella se levantó, se colocó a mis espaldas y comenzó a acariciar mis hombros y mi cuello. Yo, que nací bajo el signo de Tauro, siempre me he dejado acariciar y aun rascar y reventar las espinillas, pero aquello parecíame excesivo.

—Señora— musité — …

—¿Qué estáis tañendo?— preguntó ella con voz firme, aunque suave y casi al oído.

—Nada en concreto, un tiento del primer modo— balbucí.

—Por eso yo os tiento del modo más primero que imaginarse pueda.

De nuevo estalló nuestra risa. Estaba visto o, dicho con más propiedad, era palpable que o mis manos me traicionaban por algún hechizo, diciendo lo que mi boca no quisiera decir, o aquella mujer encontraba en todo motivos para seguir su juego. Juego que, he de reconocerlo, me estaba gustando cada vez más. Quise participar activamente en él y entoné en el instrumento, sin cantar, aquella canción que es como una pavana italiana o francesa y que dice:

La dama le demanda
lo qu’él no puede dar
y con mirada blanda
le quiere doblegar…

Pero al llegar a los dos versos finales ella comenzó a cantar, mudando la letra por esta otra más a su propósito:

— Decidme, caballero,
¿por qué me dais pesar?

Su voz acabó en un quiebro que era a la vez adorno, reproche y sollozo. Y, a lo que pude notar, no fingido, porque de su cara, que muy cerca de la mía estaba, cayó una lágrima sobre mi cuello, mientras sus manos, que hacía rato habían traspasado la prudente frontera de la camisa, quedaban paralizadas sobre mi pecho. Las mías, por el contrario, como arrastradas por un súbito arrebato del que yo me sentí el instrumento y no la causa, se lanzaron a tañer aquella canción que dice:

¿Quién te me enojó, Isabel?
¿Quién con lágrimas te tiene?
Que hago voto solemne
que pueden doblar por él.

Sus manos fueron recuperando el suave movimiento envolvente, mientras me decía con voz ya serenada.

—Por un momento pensé, Antonio, ser cierto aquello de que «ojos que no ven, corazón que no siente».

—Señora, más cierto es que al Amor, según me han dicho, siempre lo pintan ciego y que los amadores siempre lo son. Tanto, que no sé en este momento quién esté más ciego de los dos.

En esto había yo alcanzado sobre Ffaut la consonancia final de la canción y entonces ella, sacando las manos de debajo de mi camisa, las posó sobre las mías y, partiendo de la misma consonancia, comenzó a tañer, sin cantar:

—Guárdame las vacas,
carillejo, y besart’ he.

A lo que no tuve más remedio que responder cantando y tañendo:

—Bésame tú a mí,
que yo te las guardaré.

Dicho y hecho. Posó sus labios sobre mi mejilla y fue depositando besos menudos y tiernos. Sobre mi espalda notaba hacía rato la forma de sus pechos. El frescor que sentí al entrar en la casa se había convertido en calor sofocante. La sangre parecía hervir dentro de mí. Giré hacia la derecha la cabeza, hasta que nuestras bocas se encontraron. Mi corazón y mi cerebro parecían a punto de estallar de aquel gozo nunca conocido y menos sospechado. Pero mis manos seguían sobre la espineta tañendo una y otra vez el villancico de las vacas, como si fueran dos caballos libres de las ataduras del auriga. Al menos yo no tenía conciencia de dirigirlas. Era como si cada sensación de los labios se tradujera en un redoble y cada caricia de sus manos en una glosa. Era ella la que dirigía mis manos, que por eso ya no me obedecían a mí.

No sé cuánto tiempo duró esto ni cuántas diferencias sobre vacas tañeron mis manos. Sólo sé que nunca volví a tañer esta canción sin sentir en mis labios un como cosquilleo y sin notar mis manos enajenadas de mi voluntad. Creo que hubo más de uno que lo notó y el Emperador, que me pidió muchas veces que las tañese para él, me comentó en cierta ocasión las muecas tan curiosas que hacíamos los músicos, “sobre todo vos, Antonio, cuando tañéis las vacas”. Es una lástima que el fuego destruyera el retrato que mandó hacerme el rey Felipe y que se guardaba en el Alcázar. Así, tendréis que confiaros a vuestra imaginación para ver la expresión de mi cara y la escena toda. Yo, como he sido ciego desde chico, tengo larga práctica en esto.

Lo que pasó después entre los dos prefiero no contarlo de momento –tampoco es difícil de imaginar– porque, aunque hayan pasado varios siglos, como agora vivo en la eternidad, me parece que fue ayer mismo y me produce cierto pudor.

Pasado un rato –yo debía ir a tañer las vísperas solemnes– hubimos de despedirnos. Cuando le daba el último abrazo, brotó de mis labios una canción:

—Vuestros son mis ojos,
Isabel.
Vuestros son mis ojos
y mi corazón también.

Lo cual en mi boca resultaba algo extraño. Ella, sin casi dejarme acabar, cantó esta otra.

—Quien llamó al partir «partir»,
recibió engaño a la clara:
mejor dijera «morir»,
que al morir, partir bastara.

Yo, que no estaba avezado a jugar el vocablo cortesano, la tomé como una tierna canción de despedida, sin más. Cuando poco después ocurrió lo que ocurrió, supe que Isabella jamás cantó nada a tontas y a locas. Si entonces lo hubiera sabido, no me habría movido de allí, aunque seguramente de nada habría servido.

Durante las vísperas noté mis manos particularmente ágiles y sueltas, como si hasta entonces hubieran tenido unas correas que les impidieran hacer su voluntad. Volaban por el teclado, pero no era su velocidad, sino la perfecta libertad con que concordaban con lo que yo pensaba, como si las manos fueran el amante perfecto que no desea hacer otra cosa que los deseos del amado, en este caso mi cabeza o mi imaginación. Después me quedé tañendo un espacio de tiempo gracias a que mi hermano Juan dio a los fuelles hasta que volvimos a casa. Al día siguiente, después de la misa, todo el mundo me felicitó con elogios que nunca había escuchado. El deán me mandó llamar y me dijo: «Dios te cerró las ventanas de la vista, pero te abrió las puertas de la Música». No sabía el pobre viejo cómo y hasta qué punto era cierto aquello. Entre las manos que me felicitaron busqué en vano las de Isabella. Otro día contaré, si ella me da permiso, lo que sucedió.

Final

Lo que he narrado ahora nunca lo conté anteriormente, salvo a mi mujer, Luisa Núñez, a la que también amé de corazón. Ante ella hubiera sido engaño por mi parte la ocultación de tan importante detalle de mi vida. Sé que ella tampoco lo contó a nadie. Ni siquiera mi hijo Hernando, que siempre anduvo tras de mí puntando todo lo que yo tañía, sospechó nunca nada, a pesar de que le di más que pistas para ello y a veces llegué a creer por sus preguntas que estaba tras el hilo del asunto. Cierto día me dijo:

—Padre, ¿qué obra vuestra creéis que resume lo que para vos es la Música?

—Pues …— titubeé —la Gallarda milanesa. Escúchame bien: yo entendí lo que la Música es por la Gallarda milanesa, así que para mí ella y la Música son lo mismo.

Por el tono en que lo dije él creyó que burlaba, pero yo me estaba refiriendo a Isabella, la más gallarda milanesa que nunca conocí, la Música, de la que él sólo había oído hablar. En otra ocasión me insistía en que le hablase de la utilidad y provecho de la Música y yo, después de decirle cuatro lugares comunes, quise contarle algo más personal y, acordándome de aquella tarde con Isabella, añadí:

—Hijo mío, la Música comunica al sentido una suavidad que lo regala y adormece, de manera que deja sin embarazo al alma para que dé un salto y se levante sobre sí misma.

Hernando, educado en la cándida beatería de su madre, prosiguió como acabando mi frase:

—Hacia la armonía divina, ¿verdad, padre?

Yo, vista la imposibilidad de que entendiera nada, a no ser que en su camino se cruzase otra Música, le respondí:

—Sí, hijo, sí. Hacia la armonía divina.

Lo malo fue que nunca se tropezó con otra Música. Eso sí, fue gran trabajador e hijo excelente que recogió todas las obras que pudo de su padre y las publicó con un prólogo que Dios le habrá agradecido, aunque yo no más que por la buena voluntad que puso en él.

Sabido es que nunca aprendí una letra. Ni siquiera a firmar, pues se puede comprobar que siempre lo hicieron por mí mi hermano, mi hijo, Francisco de Soto o alguno de los músicos de S. M. Para este menester me he servido agora de P. R. porque, como siempre anduve en el servicio de los reyes, al menos una vez lo estuviera uno de ellos al mío. Y, además, porque lo he encontrado libre por las noches, que es cuando los espíritus hacemos estas cosas. Según dice él, está en huelga de sueño, aunque en mi tiempo holgarse y soñar no estaban reñidos, antes solían ir juntos. Le he preguntado qué quería por el servicio y me ha dicho que le mande una noche de éstas a Isabella porque le gustaría conocerla y conversar un rato. Veré si puedo hacer algo, aunque después que llegaron acá Juan Sebastián, Amadeus, Ludwig y los otros, el Padre Eterno no me hace mucho caso. No os digo más, sino que el otro día –es un decir– lo sorprendí escuchando una cosa que llaman “los cuarenta principales». Ya no es como hace unos siglos, que estaba todo el día –no puedo decirlo de otro modo– pidiéndome que tocase para él.

fdo. (por poderes)

P. R.

Madrid, 5 junio 1985

Víspera del Corpus Christi.

Nota

Como consta en el documento transcrito: era la víspera del Corpus Christi del año 1985. Radio 2 emitía su mejor programa de todos los tiempos: A contraluz, de José Luis Téllez y Olga Barrio, defenestrado por una de tantas sinrazones del poder. En él se incluía un concurso, «Las puertas de la música», que lanzaba a las ondas las cartas de los oyentes contando cómo a cada uno se le habían abierto las mencionadas puertas. Mineros de Almadén, pescadores de Villagarcía, huertanos de Murcia, cigarreras de Sevilla, bomberos de Guadalajara, etc. contaban su primera experiencia con la música clásica: Vivaldi, Verdi, Bach, Mozart… Me quedé con el soniquete, sin poder dormir. Pero mi historia, ¡bah!, ¿a quién podría interesar mi historia? Sin embargo, había gente que no podía contar su historia, mucho más interesante: los muertos. Así que hice un poco de espiritismo y me salió Cabezón. No era casual, porque llevaba yo unas semanas repasando sus obras y cada vez las veía más desde dentro. Empezaba a fastidiarme la imagen de Cabezón proyectada por los musicólogos: personaje áulico y solemne, distante —por su ceguera— y magistral, frente al que yo imaginaba, siempre metido en todos los saraos, escuchando canciones, conociendo a la gente por las manos, con las orejas muy tiesas, como un murciélago al que los ojos le han traicionado. ¿De qué, si no, iba a conocer tantas canciones francesas, tantas danzas italianas, tantos villancicos castellanos? Y después estaba aquello que dijo el cronista: «Se casó por amor, cosa rara en un ciego, aunque de amores todos lo son». Ahí estaba la clave: el amor. Los guapos se casan por interés (y las guapas mucho más), pero los ciegos, los lisiados, los feos, los tullidos… se casan por amor. ¿Por qué, si no? Pero el amor no se conoce así como así. Es una lotería. Así llegué a la evidencia de que a Cabezón le tocó la lotería. ¿Y en qué sorteo? Aquí empezó el cuento. No hay por qué decir que está plagado de inexactitudes cronológicas, geográficas y musicológicas. Sin embargo, tiene mucho que ver con la edición de las Obras llevada a cabo por su hijo Hernando, sobre todo en el encadenamiento de algunas piezas. En fin, este asunto es mejor dejarlo para que sea estudiado por los musicólogos que, si no, se quedarían sin trabajo. Yo me lo pasé muy bien aquella noche actuando de amanuense de Cabezón y de la Música. Téllez y Barrio anduvieron un mes con la intriga y no se decidieron a sacarlo por la antena. Después el panfleto circuló en fotocopias de mano en mano, como la falsa monea. Espero que ahora se diviertan con él algunos más, de esos que se aburren con los escritos musicológicos, y ojalá cambie algo la imagen de Antonio de Cabezón. ¿Qué más se puede pedir? Sí: que él perdone a los que tocan su música sin doctorarse antes en amor. Y, de paso, que perdone también al autor de este bienintencionado sacrilegio.

Pepe Rey





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